miércoles, 26 de agosto de 2009

Soldado de Plomo


La medianoche había pasado; los primeros rayos de sol atravesaban la espesa niebla que cubría el campo de batalla. Los cadetes habían estado toda la noche en sus puestos de vigilancia. Esta era su primera vez y estaban muy nerviosos. El mayor de ellos, Fernández contaba con tan solo veinte años y había entrado a las fuerzas armadas hacía 3 meses. Era santiagueño, bastante parco y solitario; por eso siempre se le asignaba la tarea de vigilancia.
Junto con él esa madrugada, estaban el cabo Sotto; y los cadetes Rodríguez y Altamirano que ni siquiera habían terminado la colimba. Ya el sol había asomado en el horizonte, pero la helada seguía formando parte del paisaje. Sotto encendió un cigarrillo y le preguntó a Altamirano:

-¿Tiene frío soldado?

-Si, señor y hambre también.

-¡Acostúmbrese carajo!, porque esto va para largo.

Aquella verdad duró poco, pues segundos después la artillería Inglesa sacudió fuertemente al campo de batalla; el final de la guerra había comenzado. En este primer ataque cayeron muertos Sotto y Rodríguez; Altamirano y Fernández bajaron del puesto vigilancia y corrieron a sus puestos de combate. Atravesaron en el camino cuerpos mutilados y compañeros gritando desesperados, pero ellos todavía no estaban a salvo; repentinamente los equipos de aviación amedrentaron nuevamente al ejército argentino. En este ataque Altamirano fue herido en ambas piernas. De aquel grupo de vigilancia solo quedaba Fernández, que desesperadamente se escabulló en una trinchera. El peligro no había pasado. Los ataques continuaban y él quería conservar su vida. No podía sacarse de su cabeza aquella imagen de sus compañeros muertos, el no quería terminar así. El frío continuaba. Aquella trinchera fue testigo del dolor, el miedo, el hambre y el desconcierto que sufrió en esas últimas horas de “guerra”.
Finalmente avanzada la tarde escuchó unas palabras en ingles. Juntó valor y sacó su esquelético cuerpo de la trinchera y de repente vio a un grupo de soldados argentinos vigilados por uno de ingleses. Rápidamente tiró su fusil al suelo y levantó sus manos; en ese momento supo que la guerra había terminado. Había terminado sin tirar un solo tiro, había terminado perdiendo a todos sus amigos, había terminado en las islas, pero en su cabeza no podía apartarse de aquel recuerdo, de aquella noche en la cual él podría haber caído también.
Siete meses después de haber vuelto, a Fernández se lo devoró el recuerdo de la guerra; su fusil le dio fin a una corta vida que no pudo soportar el espanto de aquellos días.